lunes, 14 de diciembre de 2015

1.

Contemplar una mirada sin función, descompuesta. Así el hábito gozoso era. Obsoleta y sin más por apreciar, echada. Perdida en lo invisible que sólo el alma migrando atestigua sin capacidad a la declaración. No hubo tiempo que los párpados descansaran en su declive usual, permanecieron aún con intención de ver lo pronunciable. Le dio mucho tiempo a aquel de apagarlos y disfrutar de su propia benevolencia. Una vez que terminó de consumir toda la situación, desde el vapor fatal al elenco de desfortunios, miró por más y consiguió triunfo en ello.
 Probó la escena de un gravoso choque entre un masivo auto destinado a cargas temerarias y un diminuto, modesto en todo aspecto, auto casi individual. Hubo que escuchar el tronido metálico para saber que la siguiente quietud sería horrenda. Así, con toda y la premura del extenso riel movedizo de transeúntes motorizados, no yació el miramiento, mas que la mirada impertinente que evoca la saciedad del instinto cruento de los aledaños. El actor sin suerte era un hombre que aún tenía su traje de obrero de oficina, como insignia la corbata, misma que estrangulaba su cuello, hinchando la carne blanda de alrededor. Medio cuerpo se escapaba de la ventana de conducción, con un brazo extendido y el reloj orgulloso e ingenuo. El rostro no ofrecía ningún tipo de simetría: la lengua partida a la fuerza de la guillotina que fue la boca; los ojos distraídos, sin siquiera saber lo que miraban; el casquete que ampara todo cacumen, abierto, librando toda idea posible de aquel desafortunado. Acercó la mano señalando. Percibió con el tacto de su vista y miró con su dedo el relieve de la ocasión. La humedad brotando de alguna fisura, pintando la ropa blanca de un carmesí furioso. Con la mano completa apretó las mejillas con la delicadeza que merecía, naciendo de la intrincada cueva bucal un reducido burbujeo agudo. Los caprichosos minutos se iban gastando en apreciación escénica. 
Una vez tuvo gran suerte, para la especie que él buscaba. Una mujer hermosa y de innegable alcurnia rebosante de prestigio fue víctima de una inesperada operación del bárbaro destino. La mujer, joven, murió de una pausa cardíaca súbita, letal. Cayó violentamente, alborotando todo costoso rudimento estético, su cabello, como ejemplo. Mas su cara bella hacia el cielo señalaba, probando que lo que estaba tendido en el suelo era el manjar magnífico, pero sin intención de reaccionar más al mundo. Sin poder ser ya algo relevante en el contexto de la respuesta. Era carne, cabellos, ropa, pero sin propósito. De inmediato se asimilaba la verdadera valía entera. La mujer había evacuado excremento después de su decaimiento. Quizá, antes de prever su suerte, ya tenía contemplado atender su otra urgencia, la sosegó después. Apartaba los cabellos holgados, rubios, de lo que fue un rostro intimidante para cualquier varón. Perdió toda calificación dictada en palabras, ahora, de hecho, era motivo de ser nimiamente apreciable. Conmovía una vez que las horas sucedían y entendías. Se enamoró de la templada piel y su gesto delirado.